Opinión


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Escuela: fin del juego

Diego Urzúa

24 Junio, 2016

Desde hace un tiempo en Chile, existe en la opinión pública una tendencia a criticar la escuela como el lugar donde la curiosidad y la creatividad de los niños prácticamente desaparecen. Docentes, psicólogos y sociólogos hablan de lo feroz que resulta la homogenización de cuerpos/mentes y ponen énfasis en aquellos estudiantes que no se acomodan a los métodos tradicionales. Se habla del carácter meramente reproductor del sistema de las escuelas, se habla de la hegemonía de la racionalización, y del peso de los contenidos en desmedro de, por ejemplo, el pensamiento crítico o el bienestar. Y debo decir que estoy de acuerdo con estas afirmaciones.

Sin embargo, uno de los grandes actores ausentes en el debate público sobre educación de estos últimos años son justamente las niñas y los niños; es decir, los principales afectados. Ya sea que se planteen cambios curriculares, metodológicos, o estructurales, son pocas las experiencias (por lo menos mediáticas) que contemplan la participación de los infantes. Infante proviene del latín infans, que significa sin capacidad de hablar. Pero más allá de dónde provenga la palabra, debiera importarnos también su porvenir o el trato que como sociedad le damos. Podemos resignificar la infancia. Escuchar la voz de los sin voz. Escuchar su voz que es palabra y que es también juego.

Además de la enorme evidencia respecto al juego como mediador de desarrollo cognitivo y emocional, destinar un tiempo de juego en la escuela es permitir que una actividad que es central en la niñez, que aún le pertenece a los niños, se convierta en un discurso válido, ocupe un territorio en las instituciones educativas, siempre y cuando se instrumentalice lo menos posible. Porque no debe olvidarse que el fin del juego no es otro, para quien lo juega, que el juego en sí mismo.

Johan Huizinga, uno de los más importantes teóricos sobre el juego, escribe: “Todo juego es, antes que nada, una actividad libre. El juego por mandato no es juego”. Libertad que aparece resaltada sin excepción en todas las definiciones de la palabra. No se puede obligar a nadie a jugar, siempre se trata de una invitación, que por ser invitación, deja en manos del jugador aceptarla o no, y que sólo tras ser aceptada, obliga a los integrantes como iguales a participar guiando todas sus acciones según las reglas.

Jugar en la escuela sólo es posible respetando este principio. Al hacerlo, estamos posibilitando la emergencia de nuevas relaciones, en las que el poder ya no está tanto en los adultos y en las que los niños tienen algo que decir. Es hacia ese empoderamiento de los más pequeños hacia donde se encamina por ejemplo Finlandia, considerado entre los mejores sistemas educativos del mundo. Cuando el juego es auténtico, son los mismos jugadores los que escogen seguir ciertas reglas, castigan algunos actos, o celebran otros. Su regulación conductual y cognitiva deja de estar en los docentes y comienza a dibujarse en los propios niños.

La invitación hacia los adultos es perder el miedo al caos, al desorden con el que suele asociarse erróneamente el juego. Jugar es fundar un orden (Graciela Scheines), es dotar de significado al caos, al vacío. Y con ese orden propio del juego, los niños suelen comprometerse muy seriamente.

Reitero, el único fin del juego es el juego en sí mismo. Y cuando logremos que dentro de la escuela el único fin del juego siga siendo el juego en sí mismo, la escuela dejará de ser el fin del juego. Y tal vez estaremos escuchando o aprendiendo a escuchar la voz de los niños.

Sobre el autor

Diego, psicólogo, mediador de juegos

"Jugar es apropiarse de un territorio, convertirlo en un campo de juego" (Graciela Scheines)